"Vida en comunidad", Capítulo 1, Dietrich Bonhoeffer
1. La Comunidad
(Texto extraído del Libro "Vida en Comunidad" de Dietrich Bonhoeffer, Ed. Sígueme - Salamanca 1985.)
La vida en común
"Qué dulce y agradable es para los hermanos vivir juntos y en armonía" (Sal. 135, 1).
Vamos a examinar a continuación algunas enseñanzas y reglas de la Escritura sobre nuestra vida en común bajo la palabra de Dios.
Contrariamente a lo que podría parecer a primera vista, no se deduce que el cristiano tenga que vivir necesariamente entre otros cristianos. El mismo Jesucristo vivió en medio de sus enemigos y, al final fue abandonado por todos sus discípulos. Se encontró en la cruz solo, rodeado de malhechores y blasfemos. Había venido para traer la paz a los enemigos de Dios. Por esta razón, el lugar de la vida del cristiano no es la soledad del claustro sino el campamento mismo del enemigo. Ahí está su misión y su tarea. "El reino de Jesucristo debe ser edificado en medio de tus enemigos. Quien rechaza esto renuncia a formar parte de este reino, y prefiere vivir rodeado de amigos, entre rosas y lirios, lejos de los malvados, en un círculo de gente piadosa. ¿No veis que así blasfemáis y traicionáis a Cristo? Si Jesús hubiera actuado como vosotros. ¿Quién habría podido salvarse?" (Lutero).
"Los dispersaré entre los pueblos, pero, aún lejos, se acordarán de mí" (Zac. 10, 9). Es voluntad de Dios que la cristiandad sea un pueblo disperso, esparcido como la semilla "entre todos los reinos de la tierra" (Dt 4, 27). Esta es su promesa y su condena. El pueblo de Dios deberá vivir lejos, entre infieles, pero será la semilla del reino esparcida en el mundo entero.
"Los reuniré porque los he rescatado..... y volverán" (Zac. 10, 8 - 9) ¿Cuándo sucederá esto? Ha sucedido ya en Jesucristo que murió "para reunir en uno a todos los hijos de Dios dispersos" (Jn. 11, 52), y se hará visible al final de los tiempos, cuando los ángeles de Dios" reúnan a los elegidos de los cuatros vientos, desde un extremo al otro de los cielos" (Mt. 24, 31). Hasta entonces, el pueblo de Dios permanecerá disperso. Solamente Jesucristo impedirá su disgregación; lejos, entre los infieles, les mantendrá unidos el recuerdo de sus Señor.
El hecho de que, en el tiempo comprendido entre la muerte de Jesucristo y el último día, los cristianos puedan vivir con otros cristianos en una comunidad visible ya sobre la tierra no es sino una anticipación misericordiosa del reino que ha de venir. Es Dios, en su gracia, quien permite la existencia en el mundo de semejante comunidad, reunida alrededor de la palabra y el sacramento. Pero esta gracia no es accesible a todos los creyentes. Los prisioneros, los enfermos, los aislados en la dispersión, los misioneros, están solos. Ellos saben que la existencia de la comunidad visible es una gracia. Por eso su plegaria es la del salmista: "Recuerdo con emoción cuando marchaba al frente de la multitud hacia la casa de Dios entre gritos de alegría y alabanza de un pueblo en fiesta" (Sal 42). Sin embargo, permanecen solos como la semilla que Dios ha querido esparcir. No obstante, captan intensamente por la fe cuanto les es negado como experiencia sensible. Así es como el apóstol Juan, desterrado en la soledad de la isla de Patmos, celebra el culto celestial "en espíritu, el día del Señor" (Ap. 1, 10), con todas las iglesias. Los siete candelabros que ve son las iglesias, las siete estrellas, sus ángeles; en el centro, dominándolo todo, Jesucristo, el Hijo del Hombre, en la gloria de su resurrección, Juan es fortalecido y consolado por su palabra. Esta es la comunidad celestial que, en el día del Señor, puebla la soledad del apóstol desterrado.
Pese a todo, la presencia sensible de los hermanos es para el cristiano fuente incomparable de alegría y consuelo. Prisionero y al final de sus días, el apóstol Pablo no puede por menos de llamar a Timoteo, "su amado Hno. en la fe", para volver a verlo y tenerlo a su lado. No ha olvidado las lágrimas de Timoteo en la última despedida (2 Tm. 1, 4). En otra ocasión, pensando en la iglesia de Tesalónia, Pablo ora a Dios "noche y día con gran ansia para volver a veros" (1 Tes. 3, 10); Y el apóstol Juan, ya anciano, sabe que su gozo no será completo hasta que no se esté junto a los suyos y pueda hablarlos de viva voz, en vez de con papel y tinta (2 Jn. 12). El creyente no se avergüenza ni se considera demasiado carnal por desear ver un rostro de otros creyentes. El hombre fue creado con un cuerpo, en un cuerpo apareció por nosotros el Hijo de Dios sobre la tierra, en un cuerpo fue resucitado; en el cuerpo el creyente recibe a Cristo en el sacramento, y la resurrección de los muertos dará lugar a la plena comunidad de los hijos de Dios, formados de cuerpo y espíritu.
A través de la presencia del hermano en la fe, el creyente puede alabar al Creador, al Salvador y al Redentor, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. El prisionero, el enfermo, el cristiano asilado reconoce en el hermano que les visita un signo visible y misericordioso de la presencia de Dios trino. Es la presencia real de Cristo lo que ellos experimentan cuando se ven, y su encuentro es un encuentro gozoso. La bendición que mutuamente se dan es la del mismo Jesucristo. Ahora bien, si el mero encuentro entre dos creyentes produce tanto gozo, ¡qué inefable felicidad no sentirán aquellos a los que Dios permite vivir continuamente en comunidad con otros creyentes! Sin embargo esta gracia de la comunidad que el aislado considera como un privilegio es desdeñado y pisoteada por aquellos que la reciben diariamente. Olvidamos fácilmente que la vida entre cristianos es un don del reino de Dios que nos puede ser arrebatado en cualquier momento y que, en un instante también, puede ser abandonados a la más completa soledad. Por es, a quién le haya sido concedido experimentar esta gracia extraordinaria de la vida comunitaria ¡qué alabe a Dios con todo su corazón, que, arrodillado, le dé gracias, y confiese que es una gracia, sólo gracia!
La medida en que Dios concede el don de la comunión visible, varía. Una visita, una oración, un gesto de bendición, una simple carta, es suficiente para dar al cristiano aislado la certeza de que nunca está solo. El saludo que el ap6stol Pablo escribía personalmente en sus cartas ciertamente era un signo de comunión visible. Algunos experimentan la gracia de la comunidad en el culto dominical; otros, en el seno de una familia creyente. Los estudiantes de teología gozan durante sus estudios de una vida comunitaria más o menos intensa. Y, actualmente, los cristianos más sinceros sienten necesidad de participar en "retiros", para convivir con otros creyentes bajo la palabra de Dios. Los cristianos de hoy descubren nuevamente que la vida comunitaria es verdaderamente la gracia que siempre fue, algo extraordinario, "el momento de descanso entre los lirios y las rosas" al que se refería Lutero.
La comunidad cristiana
Comunidad cristiana significa comunión en Jesucristo y por Jesucristo. Ninguna comunidad cristiana podrá ser más ni menos que eso. Y esto es válido para todas las formas de comunidad que puedan formar los creyentes, desde la que nace de un breve encuentro hasta la que resulta de una larga convivencia diaria. Si podemos ser hermanos es únicamente por Jesucristo y en Jesucristo.
Esto significa, en primer lugar, que Jesucristo es el que fundamenta la necesidad que los creyentes tienen unos de otros; En segundo lugar, que sólo Jesucristo hace posible su comunión y, finalmente, que Jesucristo nos ha elegido desde toda la eternidad para que nos acojamos durante nuestra vida y nos mantengamos unidos siempre.
Comunidad de creyentes. El cristiano es el hombre que ya no busca su salvación, su libertad y su justicia en sí mismo, sino únicamente en Jesucristo. Sabe que la palabra de Dios, en Jesucristo lo declara culpable aunque él no tenga conciencia de su culpabilidad, y que esta misma palabra lo absuelve y justifica aún cuando no tenga conciencia de su propia justicia. El cristiano ya no vive por sí mismo, de su autoacusación y su autojustificación, sino de la acusación y justificación que provienen de Dios. Vive totalmente sometido a la palabra que Dios pronuncia sobre él, declarándole culpable o justo. El sentido de su vida y de su muerte ya no lo busca en el propio corazón sino en la palabra que le llega desde fuera, de parte de Dios. Este es el sentido de aquella afirmación de los reformadores: nuestra justicia es una "justicia extranjera" que viene de fuera (extra nos). Con esto nos remiten a la palabra de Dios mismo nos dirige, y que nos interpela desde fuera. El cristiano vive íntegramente de la verdad de la palabra de Dios en Jesucristo. Cuándo se le pregunta ¿dónde está tu salvación, tu bienaventuranza, tu justicia?, Nunca podrá señalarse a sí mismo, sino que señalará a la palabra de Dios en Jesucristo. Esta palabra le obliga a volverse continuamente hacia el exterior de donde únicamente puede venirle esa gracia justificante que espera que cada día como comida y bebida. En sí mismo no encuentra sino pobreza y muerte, y si hay socorro para él, sólo podrá venirle de fuera. Pues bien, esta es la buena noticia; el socorro ha venido y se nos ofrece cada día en la palabra de Dios que, en Jesucristo, nos trae liberación, justicia, inocencia y felicidad.
Esta palabra ha sido puesta por Dios en boca de los hombres para que sea comunicada a los hombres y transmitidos entre ellos. Quien es alcanzado por ella no puede por menos de transmitirla a otros. Dios ha querido que busquemos y hallemos su palabra en el testimonio del hermano, en la palabra humana. El cristiano, por tanto, tiene absoluta necesidad de otros cristianos; son quienes verdaderamente pueden quitarle siempre sus incertidumbres y desesperanzas. Queriendo arreglárselas por si mismo, no hace sino extraviarse todavía más. Necesita del hermano como portador y anunciador de la palabra divina de salvación. Le necesita a causa de Jesucristo. Porque el Cristo que llevamos en nuestro propio corazón es más frágil que el Cristo en la palabra del hermano. Este es cierto; aquel, incierto. Así queda clara la meta de toda comunidad cristiana: permitir nuestro encuentro para que nos revelemos mutuamente la buena noticia de la salvación. Esta es la intención de Dios al reunirnos. En una palabra, la comunidad cristiana es obra solamente de Jesucristo y de su justicia "extranjera". Por tanto, la comunidad de dos creyentes es el fruto de la justificación del hombre por la sola gracia de Dios, tal y como se anuncia en la Biblia y enseñan los reformadores. Esta es la buena noticia que fundamenta la necesidad que tienen los cristianos unos de otros.
Cristo mediador. Este encuentro, esta comunidad, solamente es posible por mediación de Jesucristo. Los hombres están divididos por la discordia. Pero "Jesucristo es nuestra paz" (Ef. 2,14'). En él la comunidad dividida encuentra su unidad. Sin él hay discordia entre los hombres y entre estos y Dios. Cristo es el mediador entre Dios y los hombres. Sin él no podríamos conocer a Dios, ni invocarle, ni llegarnos a él; Tampoco podríamos reconocer a los hombres como hermanos y acercarnos a ellos. El camino está bloqueado por el propio "yo". Cristo, sin embargo, ha franqueado el camino obstruido de forma que, en adelante, los suyos puedan vivir en paz no solamente con Dios, sino también entre ellos. Ahora los cristianos pueden amarse y ayudarse mutuamente; pueden llegar a ser un solo cuerpo. Pero sólo es posible por medio de Jesucristo. Solamente él hace posible nuestra unión y crea él vincula que nos mantiene unidos. Él es para siempre el único mediador que nos acerca a Dios y a los Hermanos.
La comunidad de Jesucristo. En Jesucristo hemos sido elegidos para siempre. La encarnación significa. Que, por pura gracia y voluntad de Dios trino, el Hijo de Dios se hizo carne y acept6 real y corporalmente nuestra naturaleza, nuestro ser. Desde entonces, nosotros estamos en él. Lleva nuestra carne, nos lleva consigo. Nos tomó con él en su encarnación, en la cruz y en su resurrección. Formamos parte de él porque estamos en él. Por esta razón la Escritura nos llama el cuerpo de Cristo. Ahora bien, si, antes de poder saberlo y quererlo, hemos sido elegidos y adoptados en Jesucristo con toda la iglesia, esta elección y esta adopción significan que le pertenecemos eternamente, y que un día la comunidad que formamos sobre la tierra será una comunidad eterna junto a él. En presencia de un hermano debemos saber que nuestro destino es estar unidos con él en Jesucristo por toda la eternidad. Repitámoslo: comunidad cristiana significa comunidad en y por Jesucristo. Sobre este principio descansan todas las enseñanzas y reglas de la Escritura, referidas a la vida comunitaria de los cristianos.
"Acerca del amor fraterno no tenéis necesidad de que os escriba, porque vosotros mismo habéis aprendido de Dios a amaros, unos a otros..... Pero os rogamos, hermanos que abundéis en ello más y más" (1 Tes. 4,9-10). Dios mismo se encarga de instruirnos en el amor fraterno; todo cuanto nosotros podamos añadir a esto no será sino recordar la instrucción divina y exhortar a perseverar en ella. Cuando Dios se hizo misericordioso revelándonos a Jesucristo como hermano, ganándonos para su amor, comenzó también al mismo tiempo a instruirnos en el amor fraternal; su perdón, a perdonar a nuestros hermanos. Debemos a nuestros hermanos cuanto Dios hace por nosotros. Por tanto, recibir significa al mismo tiempo dar, y dar tanto cuanto se haya recibido de la misericordia y del amor de Dios. De este modo, Dios nos enseña a acogernos como él mismo nos acogió en Cristo. "Acogeos, pues. , Unos a otros como Cristo os acogió" (Rm. 15,7). Partir de ahí, y llamados por Dios a vivir con otros cristianos, podemos comprender qué significa tener hermanos, "Hermanos en el Señor" (Flp. 1,14) llama Pablo a los suyos de Filipos. Sólo mediante Jesucristo nos es posible ser hermanos unos de otros. Yo soy hermano de mi prójimo gracias a lo que Jesucristo hizo por mí; mi prójimo se ha convertido en mi hermano gracias a lo que Jesucristo hizo por mí. Todo esto de gran trascendencia. Porque significa que mi hermano, en la comunidad, no es tal hombre piadoso necesitado de fraternidad, sino el hombre que Jesucristo ha salvado, a quien ha perdonado los pecados y ha llamado, como a mí a la fe y a la vida eterna. Por tanto, lo decisivo aquí, lo que verdaderamente fundamenta nuestra comunidad, no es lo que nosotros podamos ser en nosotros mismos, con nuestra vida interior y nuestra piedad, sino aquello que somos por el poder de Cristo. Nuestra comunidad cristiana se construye únicamente por el acto redentor del que somos objeto, y esto no solamente es verdadero para sus comienzos, de tal manera que pudiera añadirse otro algún elemento con el paso del tiempo, sino que sigue siendo así en todo tiempo y para toda la eternidad. Solamente Jesucristo fundamenta la comunidad que nace, o nacerá un día, entre dos creyentes. Cuanto más auténtica y profunda llegue a ser, tanto más retrocederán nuestras diferencias personales, y con tanta mayor claridad se hará patente para nosotros la única y sola realidad: Jesucristo y lo que él ha hecho por nosotros. Unicamente por él nos pertenecemos unos a otros real y totalmente, ahora y por toda la eternidad.
La fraternidad cristiana
En adelante, debemos renunciar al turbio anhelo que, en este ámbito, nos empuja siempre a desear algo más. Desear algo más que lo que Cristo ha fundado entre nosotros no es desear la fraternidad cristiana, sino ir en busca de quién sabe qué experiencias extraordinarias que piensa va a encontrar en la comunidad cristiana y que no ha encontrado en otra parte, introduciendo así en la comunidad el turbador fermento de los propios deseos. Es precisamente en este aspecto donde la fraternidad cristiana se ve amenazada- casi siempre y ya desde sus comienzos- por el más grave de los peligros: la intoxicación interna provocada por la confusión entre fraternidad cristiana y un sueño de comunidad piadosa; por la mezcla de una nostalgia comunitaria, propia de todo hombre religioso, y la realidad espiritual de la hermandad cristiana. Por eso es importante adquirir conciencia desde el principio de que, en primer lugar, la fraternidad cristiana no es un ideal humano, sino una realidad dada por Dios, y, en segundo lugar, que esta realidad es de orden espiritual y no de orden psíquico.
Muchas han sido las comunidades cristianas que han fracasado por haber vivido con una imagen quimérica de comunidad. Es lógico que el cristiano, cuando entra en la comunidad. Lleve consigo un ideal de lo que esta debe ser, y que trate de realizarlo. Sin embargo, la gracia de Dios destruye constantemente esta clase de sueños. Decepcionados por los demás y por nosotros mismos, Dios nos va llevando al conocimiento de la auténtica comunidad cristiana. En su gracia, no permite que vivamos, ni siquiera unas semanas, en la comunidad de nuestros sueños, en esa atmósfera de experiencias embriagadoras y de exaltación piadosa que nos enerva. Porque Dios no es un dios de emociones sentimentales, sino el Dios de la realidad. Por eso, sólo la comunidad que, consciente de sus tareas, no sucumbe a la gran decepción, comienza a ser lo que Dios quiere, y alcanza por la fe la promesa que le fue hecha. Cuanto antes llegue esta hora de desilusión para la comunidad que, consciente de sus tareas, no sucumbe a la gran decepción, comienza a ser lo que Dios quiere, y alcanza por la fe la promesa que le fue hecha. Cuanto antes llegue esta hora de desilusión para la comunidad y para el mismo creyente, tanto mejor para ambos. Querer evitarlo a cualquier precio y pretender aferrarse a una imagen quimérica de comunidad, destinada de todos modos a desinflarse, es construir sobre arena y condenarse mas tarde o más temprano a la ruina.
Debemos persuadirnos de que nuestros sueños de comunión humana, introducidos en la comunidad, son un auténtico peligro y deben ser destruidos so pena de muerte para la comunidad. Quien prefiere el propio sueño a la realidad se convierte en un destructor de la comunidad. Por más honestas, serias y sinceras que sean sus intenciones personales.
Dios aborrece los sueños piadosos porque nos hacen duros y pretenciosos. Nos hacen exigir lo imposible a Dios, a los demás y a nosotros mismos. Nos erigen en jueces de los hermanos y de Dios mismo. Nuestra presencia es para los demás un reproche vivo y constante. Nos conducimos como si nos correspondiera, a nosotros, crear una sociedad cristiana que antes no existía, adaptada a la imagen ideal que cada uno tiene. Y cuando las cosas no salen como a nosotros nos gustaría, hablamos de falta de colaboración, convencidos de que la comunidad se hunde cuando vemos que nuestro sueño se derrumba. De este modo, comenzamos por acusar a los hermanos, después a Dios y, finalmente, desesperados, dirigimos nuestra amargura contra nosotros mismos.
Todo lo contrario sucede cuando estamos convencidos de que Dios mismo ha puesto el fundamento único sobre el que edificar nuestra comunidad y que, antes de cualquier iniciativa por nuestra parte, nos ha unido en un solo cuerpo por Jesucristo; pues entonces no entramos en la vida en común con exigencias, sino agradecidos de corazón y aceptando recibir. Damos gracias a Dios por lo que él ha obrado en nosotros. Le agradecemos que nos haya dado hermanos que viven, ellos también, bajo su llamada, bajo su perdón, bajo su promesa. No nos quejamos por lo que no nos da, sino que le damos gracias por lo que nos concede cada día. Nos da hermanos llamados a compartir nuestra vida pecadora bajo la bendición de su gracia. ¿No es suficiente? ¿No nos concede cada día, incluso en los más difíciles y amenazadores, esta presencia incomparable? Cuando la vida. en comunidad está gravemente amenazada, por el pecado y la incomprensión, el hermano, aunque pecador, sigue siendo mi hermano. Estoy con él bajo la palabra de Cristo, y su pecado puede ser para mi una nueva ocasión de dar gracias a Dios por permitimos vivir bajo su gracia. La hora de la gran decepción por causa de los hermanos puede ser para todos nosotros una hora verdaderamente saludable, pues nos hace comprender que no podemos vivir de nuestras propias palabras y de nuestras obras, sino únicamente de la palabra de la obra que realmente nos une a unos con otros, esto es, el perdón de nuestros pecados por Jesucristo. Por tanto, la verdadera comunidad cristiana nace cuando, dejándonos de ensueños, nos abrimos a la realidad que nos ha sido dada.
La gratitud
Igual que sucede en el ámbito individual, la gratitud es esencial en la vida cristiana comunitaria. Dios concede lo mucho a quien sabe agradecer lo poco que recibe cada día. Nuestra falta de gratitud impide que Dios nos conceda los grandes dones espirituales que nos tienen reservados. Pensamos que no debemos darnos por satisfechos con la pequeña medida de sabiduría, experiencia y caridad cristianas que nos ha sido concedida. Nos lamentamos de no haber recibido la misma certidumbre y la misma riqueza de experiencias que otros cristianos, y nos parece que estas quejas son un signo de piedad. Oramos para que se nos concedan grandes cosas y nos olvidamos de agradecer las pequeñas (¿pequeñas?) que recibimos cada día. ¿Cómo va a conceder Dios lo grande a quien no sabe recibir con gratitud lo pequeño?
Todo esto es también aplicable a la vida de comunidad. Debemos dar gracias a Dios diariamente por la comunidad cristiana a la que pertenecemos. Aunque no tenga nada que ofrecemos, aunque sea pecadora y de fe vacilante. ¡qué importa! Pero si no hacemos más que quejarnos ante Dios por ser todo tan miserable, tan mezquino, tan poco conforme con lo que habíamos esperado, estamos impidiendo que Dios haga crecer nuestra comunidad según la medida y riqueza que nos ha dado en Jesucristo. Esto concierne de un modo especial a esa actitud permanente de queja de ciertos pastores y miembros "piadosos" respecto a sus comunidades. Un pastor no debe quejarse jamás de su comunidad, ni siquiera ante Dios. No le ha sido confiada la comunidad para que se convierta en su acusador ante Dios y ante los hombres. Cualquier miembro que cometa el error de acusar a su comunidad debería preguntarse primero si no es precisamente Dios quien destruye la quimera que él se había fabricado. Si es así, que le dé gracias por esta tribulación. Y si no lo es, que se guarde de acusar a la comunidad de Dios; que se acuse más bien así mismo por su falta de fe; que pida a Dios que le haga comprender en qué ha desobedecido o pecado y lo libre de ser un escándalo para los otros miembros de la comunidad; que ruegue por ellos, además de por sí mismo, y que, además de cumplir lo que Dios le ha encomendado, le dé gracias.
Con la comunidad cristiana ocurre lo mismo que con la santificación de nuestra vida personal. Es un don de Dios al que no tenemos derecho. Sólo Dios sabe cuál es la situación de cada uno. Lo que a nosotros nos parece insignificante puede ser muy importante a los ojos de Dios. Así como el cristiano no debe estar preguntándose constantemente por el estado de su vida espiritual tampoco Dios nos ha dado la comunidad para que estemos constantemente midiendo su temperatura. Cuanto mayor sea nuestro agradecimiento por lo recibido en ella cada día, tanto mayor será su crecimiento para agrado de Dios.
La espiritualidad de la comunidad cristiana
La fraternidad cristiana no es un ideal a realizar sino una realidad creada por Dios en Cristo, de la que él nos permite participar. En la medida en que aprendamos a reconocer que Jesucristo es verdaderamente el fundamento, el motor y la promesa de nuestra comunidad en esa misma medida aprenderemos a pensar en ella, a orar y esperar por ella, con serenidad.
Fundada únicamente en Jesucristo, la comunidad cristiana no es una realidad de orden psíquico, sino de orden espiritual En esto precisamente se distingue de todas las demás comunidades. La sagrada Escritura entiende por "espiritual" el don del Espíritu Santo que nos hace reconocer a Jesucristo como Señor y Salvador. Por "psíquico" en cambio, lo que es expresión de nuestros deseos, de nuestras fuerzas y de nuestras posibilidades naturales en nuestra alma.
Toda realidad de orden espiritual descansa sobre la palabra clara y evidente que Dios nos ha revelado en Jesucristo. Por el contrario, el fundamento de la realidad psíquica es el conjunto confuso de pasiones y deseos que sacuden el alma humana. Fundamento de la comunidad espiritual es la verdad revelada; el de la comunidad psíquica, el hombre y sus deseos. Esencia de la primera es la luz "porque Dios es luz y en él no hay tinieblas" (1Jn. 1,5), y "si andamos en la luz, como él está en la luz, estamos en comunión los unos con los otros" (1 Jn. 1,7). Esencia de la segunda, las tinieblas- "porque de dentro del corazón del hombre proceden los malos pensamientos"(Mc. 7,21)- que envuelven toda iniciativa humana, incluyendo los impulsos religiosos.
Comunidad espiritual es la comunión de todos los llamados por Cristo, comunidad psíquica es la comunión de las almas de la caridad fraterna, del ágape; la otra, del eros, del amor más o menos desinteresado, del equivoco perpetuo. La una implica el servicio fraterno ordenado; la otra, la codicia. La primera se caracteriza por una actitud de humildad y de sumisión hacia los hermanos; la segunda, por una servidumbre más o menos hipócrita a los propios deseos. En la comunidad espiritual únicamente es la palabra de Dios la que domina; en la comunidad "piadosa" es el hombre quién, junto a la palabra de Dios, pretende dominar con su experiencia, su fuerza, su capacidad de sugestión y su magia religiosa. En aquella sólo obliga la palabra de Dios; en ésta, los hombres pretenden además sujetarnos a sí mismos. Y así, mientras una se deja conducir por el Espíritu Santo, en la otra se buscan y cultivan esferas de poder e influencia de orden personal - entre protestas de pureza de intenciones - que destronan al Espíritu Santo, alejándolo prudentemente, porque aquí la única realidad es lo "psíquico", es decir, la psicotécnica, el método psicológico o psicoanalitico, aplicado científicamente, y donde el prójimo se convierte en objeto de experimentación. En la comunidad cristiana auténtica, por el contrario, es el Espíritu Santo, único maestro quien hace posible una caridad y un servicio en estado puro, despojado de todo artificio psicológico.
Tal vez pudiera ilustrarse con mayor claridad el contraste entre comunidad espiritual y comunidad psíquica. En la comunidad espiritual no existe, en ningún caso, una relación "directa" entre los que integran la comunidad, mientras que en la comunidad psíquica se suele dar una nostalgia profunda y totalmente instintiva de una comunión directa v auténticamente carnal. Instintivamente el alma humana busca otra alma con quien confundirse, ya sea en el plano amoroso o bien, lo que es lo mismo, en el sometimiento del pr6~lmo a la propia voluntad de poder. Tal es el esfuerzo extenuante del fuerte en busca de la admiraci6n, amor o temor del débil.
O dominar a mi prójimo. Mi prójimo quiere ser amado tal cono es, independientemente de mí, es decir, como aquel por quien Cristo se hizo hombre, murió y resucitó; a quien Cristo perdonó y destinó a la vida eterna. En vista de que, antes de toda intervención por mi parte, Cristo ha actuado decisivamente en él, debo dejar libre a mi prójimo para el Señor, a quien pertenece, y cuya voluntad es que yo lo reconozca así. Esto es lo que queremos decir cuando afirmamos que no podemos encontrar al prójimo sino a través de Cristo. El amor psíquico crea su propia imagen del prójimo, de lo que es y de lo que debe ser; quiere manipular su vida. El amor espiritual, en cambio, parte de Cristo para conocer la verdadera imagen del hombre; la imagen que Cristo ha acuñado y quiere acuñar con su sello.
Por eso el amor espiritual se caracteriza, en todo lo que dice y hace, por su preocupación de situar al prójimo delante de Cristo. No busca actuar sobre la emotividad del otro dando a su acción un carácter demasiado personal y directo; renunciará a introducirse indiscretamente en la vida del otro y complacerse en manifestaciones puramente sentimentales y exaltadas de la piedad. Se contentará con dirigirse al prójimo con la palabra transparente de Dios, dispuesto a dejarse a solas con ella para que Cristo pueda actuar sobre él con entera libertad. Respetará la frontera que Cristo ha querido interponer entre nosotros y se contentará con la comunidad fundada en Cristo. Porque sabe que el camino más corto para acceder a los otros pasa siempre por la oración, y que el amor al prójimo esta' indisolublemente unido a la verdad en Cristo. Este es el amor que hace decir al apóstol Juan: "No hay para mi mayor alegría que oír de mis hijos que andan en la verdad" (3 Jn.1, 4)
El amor psíquico vive del deseo turbador incontrolado e incontrolable; el amor espiritual vive en la claridad del servicio que le asigna la verdad. El uno esclaviza, encadena y paraliza al hombre; el otro le hace libre bajo la autoridad de la palabra. El uno cultiva flores de invernadero; el otro produce frutos saludables que crecen, por voluntad de Dios, en libertad bajo el cielo, expuestos a la lluvia, al sol y al viento.
La comunidad forma parte de la iglesia cristiana
Es de vital importancia para toda comunidad cristiana lograr distinguir a tiempo entre ideal humano y realidad de Dios, entre comunidad de o/len psíquico y comunidad de orden espiritual. Por eso es cuestión de vida o muerte alcanzar cuanto antes una visión lúcida a este respecto. En otras palabras, la vida de una comunidad bajo la autoridad de la palabra sólo se mantendrá vigorosa en la medida en que renuncie a querer ser un movimiento, una sociedad, una agrupación religiosa, un collegium pietatis, y acepte ser parte de la iglesia cristiana, una, santa y universal participando activa o pacientemente en las angustias, las luchas y' la promesa de toda la iglesia. Por eso toda tendencia separatista que no esté objetivamente justificada por circunstancias locales, una tarea común o alguna otra razón parecida, constituye un gravísimo peligro para la vida de la comunidad a quien priva de eficacia espiritual empujándola hacia el sectarismo. Excluir de la comunidad al hermano frágil e insignificante, con el pretexto de que no se puede hacer nada con él, puede suponer, nada menos, la exclusión del mismo Cristo, que llama a nuestra puerta bajo el aspecto de ese hermano miserable. Esto nos debe inducir a proceder con sumo cuidado.
Podría parecer a primera vista que la confusión entre ideal y realidad, entre psíquico y espiritual, tendría que darse más bien en comunidades como el matrimonio, la familia o la amistad, donde lo psíquico juega desde el principio un papel esencial y donde lo espiritual no se añade sino después. Resultaría así que el peligro de confusión de esas dos realidades no existiría sino para ese tipo de asociaciones, y que sería prácticamente inexistente en una comunidad de carácter puramente espiritual. Pensar así es un grave error. La experiencia y un examen objetivo de la realidad prueban exactamente lo contrario. Generalmente, en el matrimonio, en la familia o en la amistad cada uno es consciente de sus verdaderas posibilidades con respecto a la vida en común; estas formas de sociedades humanas, cuando permanecen sanas, permiten distinguir muy bien donde se encuentra el límite entre lo psíquico y lo espiritual. Hacen que seamos conscientes de la diferencia que hay entre estos dos ordenes de la realidad. Y a la inversa, es precisamente en la comunidad de orden puramente espiritual donde es de temer más la irrupción desordenada y sutil obligaciones, influencias v servidumbre lo son todo aquí; y nos dan la caricatura de lo constituye la auténtica comunidad en la que Cristo es el mediador.
Existe una conversión de orden "psíquico". Se presenta con toda la apariencia de una verdadera conversión. Es lo que sucede cuando un hombre, abusando conscientemente de su poder personal, consigue inquietar profundamente y someter 4un individuo o a una comunidad entera. ¿Qué ha sucedido? El alma ha actuado directamente sobre otras almas y se ha producido un verdadero acto de violencia del fuerte sobre el débil quien, bajo la presión experimentada, termina por sucumbir. Pero sucumbe a un hombre, no a la causa en sí. Esto se demuestra claramente en el momento en que se requiere un sacrificio por la causa, independiente de la persona a la que está sometido o en contradicción con la voluntad de éste. Aquí el convertido "psíquicamente" falla estrepitosamente, manifestando así que su conversión no era obra del Espíritu Santo, sino obra humana; por tanto, una ilusión.
También existe un amor al prójimo de orden puramente "psíquico".Capaz de los sacrificios
más inauditos, se entrega con tal ardor a las realidades tangibles, que a menudo supera la auténtica caridad cristiana. Además, se consume y subyuga. Sin embargo, es de este amor del que el apóstol dice: "Y aunque repartiese todos mis bienes entre los pobres y entregase mi cuerpo a las llamas - es decir, si alcanzase la cumbre del amor y del sacrificio - si no tuviera caridad de nada me sirve" (1Cor. 13, 3).
El amor de orden psíquico ama al otro por sí mismo, mientras que el amor de orden espiritual le ama por Cristo. De ahí que el amor psíquico corre el peligro de buscar un contacto directo con el amado sin respetar su libertad; considerándolo como su bien, intenta conseguido por todos los medios. Se siente irresistible y quiere dominar. Un amor de esta clase hace caso omiso de la verdad; la relativiza porque nada, ni la misma verdad, debe interponerse entre él y la persona amada. El amor psíquico, es ansia, no servicio; se desea al prójimo, su compañía, su amor. Es deseo aún allí donde todas las apariencias hablan de servicio.
En dos aspectos - en realidad no son más que uno - se manifiesta la diferencia entre amor espiritual y amor psíquico: el amor psíquico no soporta que, en nombre de la verdadera comunidad, se destruya la falsa comunidad que él ha imaginado; y es incapaz de amar a su enemigo, es decir, a quien se le oponga seria y obstinadamente. Ambas reacciones surgen de la misma fuente: el amor psíquico es esencialmente deseo, y lo que desea es una comunidad a su medida. Mientras encuentre medios para satisfacer este deseo, no lo abandonará ni por la misma verdad o la verdadera caridad. Cuando no pueda satisfacerlo, habrá llegado al final de sus posibilidades y se encontrará en un ambiente hostil. Entonces se trocará fácilmente en odio, desprecio y calumnia.
Aquí es precisamente donde entra en escena el amor de orden espiritual, en el que lo
propio es servir y no desear. Ante su presencia, el amor puramente psíquico se convierte en odio. Porque lo propio del amor psíquico es buscarse a sí mismo y convertirse en ídolo que exige adoración y sumisión total. Es incapaz de consagrar su atención y su interés a algo que no sea él mismo. El amor espiritual, en cambio, cuya raíz es Jesucristo, le sirve sólo a él y sabe que no hay otro acceso directo al prójimo. Cristo está entre el prójimo y yo. Yo no sé de antemano, basándome en un concepto general de amor y en una nostalgia interior, lo que es el amor al prójimo - para Cristo tal sentimiento podría no ser sino odio o la forma más re finada de egoísmo -, sino que es únicamente Cristo quien me lo dice en su palabra. En contra de mis ideas y convicciones personales, él me dice cómo puedo amar verdaderamente a mi hermano. Por eso el amor espiritual no acepta otra atadura que la palabra de su Señor. Cristo puede exigirme, en nombre de su caridad y su verdad, que mantenga o rompa el lazo que me une a otros. En ambos casos debo obedecer a pesar de todas las protestas de mi corazón. El amor espiritual se extiende también a los enemigos, porque quiere servir y no ser servido. No nace este amor del hombre, ya sea amigo o enemigo, sino de Cristo y su palabra. Procede del cielo, por eso el amor meramente terrestre es incapaz de comprenderle, para él es algo extraño, una novedad incomprensible.
Entre mi prójimo y yo está Cristo. Por eso no me está permitido desear una comunidad
directa con mi prójimo. Unicamente Cristo puede ayudarle, como únicamente Cristo ha podido ayudarme a mí. Esto significa que debo renunciar a mis intentos apasionados de manipular, forzar el elemento psíquico. Creemos que esta clase de comunidad es no solamente peligrosa sino que constituye un fenómeno absolutamente anormal. Donde la vida familiar, el trabajo en común, en suma, la existencia diaria con todas sus exigencias, no ocupan su lugar, son especialmente necesarias la vigilancia y la sangra fría. La experiencia demuestra que los pequeños momentos de ocio son los más propicios a la irrupción de lo psíquico. Es muy fácil despertar una embriaguez comunitaria entre gente llamada a vivir algunos días la vida en común; pero es una empresa extremadamente peligrosa para la vida diaria que estamos a vivir en una fraternidad sana y lúcida.
La unión con Jesucristo
Probablemente no exista ningún cristiano a quien Dios no conceda, al menos una vez en la vida, la gracia de experimentar la felicidad que da una verdadera comunidad cristiana. Sin embargo, tal experiencia constituye un acontecimiento excepcional añadido gratuitamente al pan diario de la vida cristiana en común. No tenemos derecho a exigir tales experiencias, ni convivimos con otros cristianos gracias a ellas. Más que la experiencia de la fraternidad cristiana, lo que nos mantiene unidos es la fe firme y segura que tenemos en esa fraternidad. El hecho de que Dios haya actuado y siga queriendo obrar en todos nosotros es lo que aceptamos por la fe como su mayor regalo; lo que nos llena de alegría y gozo; lo que nos permite poder renunciar a todas las experiencias a las que él quiere que renunciemos.
"!Qué dulce y agradable es para los hermanos vivir juntos y en armonía". Así celebra la Sagrada Escritura la gracia de poder vivir unidos bajo la autoridad de la palabra. Interpretando más exactamente la expresión "en armonía", podemos decir ahora: es dulce para los hermanos vivir juntos por Cristo, porque únicamente Jesucristo es el vínculo que nos une. "Él es nuestra paz". Sólo por él tenemos acceso los unos a los otros y nos regocijamos unidos en el gozo de la comunidad reencontrada.